08 marzo 2009

Umbrales

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Tanto tiempo esperando el delicioso día: una mano me toca como induciendo a disparar. Disparo. Tantos días. Esperando a que ocurriera. Aquella mañana, de pie junto al altar, cerré los ojos y di el primer paso. Tantos pasos y tantos días y tanto tiempo. Alguien me tocó el hombro. Sentí el peso de su mano y no lo dudé. No es conveniente la duda cuando te llega el día que tanto esperabas. No es conveniente el signo de pregunta: la curva en el barlovento, la madrugada sin candil. Si miro hacia atrás me tapan los nubarrones. Si miro hacia atrás me convierto en estatua de sal. Porque la espada estruja con su filo y su brillo y su iniquidad. Estruja tanto: mi hombro apretujado cerca del atril. Entonces subí entré trepé rodé. Aquella mañana. Llevaba tanto tanto esperando que rodar trepar entrar y subir no fue una acción sino más bien un destino. La mano sobre el hombro irradia temperatura en medio de la nevisca. En medio del invierno. Y yo recojo la alegría como quien ve cierta lucecita en la ventana. Con una convicción seca, subyugante. Algo parecido me sucede cuando te abro la puerta y me pierdo en el limonero que baja por tu espalda. Cuando rechazo la hostilidad. Cuando me olvido de aquella mañana. Del disparo. De la entrada maldita al territorio de la ausencia.

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extraído de
Arder en el invierno
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