06 diciembre 2011

Fragmentos

Anna Matriková y Alexander Kosic llegaron a la República Argentina, siendo todavía solteros, en el invierno de 1906. No hablaban ni comprendían una sola palabra de español. Anna tenía dieciocho años y parecía de treinta: cansado el rostro y extenuada la piel, cabellera oscura de cuidados escasos, robusta y casi siempre enajenada; Alexander, huérfano de padre y madre, siete años mayor que ella y más bien pelirrojo, escondía bajo su silencio un carácter brioso que le iba a traer malísimas consecuencias cuando se juntara con el gauchaje matrero y los europeos anarquistas que durante aquellos años le quitaron el sueño a las autoridades bonaerenses. Pero contra todo, Anna y Alexander eran jóvenes y por lo tanto se sabían fuertes. Y lo eran. Nadie pudo explicar jamás cómo y por qué aparecieron en Colonia Buen Respiro: una aldea de imposible acceso ubicada en medio de la pampa húmeda y a casi seiscientos kilómetros del puerto de Buenos Aires. Tal vez haya sido casualidad. Tal vez precaución: el recuerdo del padre de Anna, totalmente alcoholizado las veinticuatro horas del día, amenazando con rastrearla donde quiera que vaya: te encontraré, no vas a poder librarte de mí: soy sangre de tu sangre, no podrás esconderte, le dijo al vislumbrar el inminente éxodo de una de sus nueve hijas. Ahogados por la miseria, por la mano larga del padre en su harén casero, abandonaron Europa sin la más remota idea de dónde quedaba esa tierra nueva de la que habían oído hablar.
Hambreados y con apariencia animalesca, se embarcaron hacia las Américas guiados por un grupo de compatriotas que, una vez en Buenos Aires, no volvieron a ver jamás. Pero Anna ya había sufrido demasiados ultrajes cuando Alexander la rescató: su semblante era agrio y desconfiado y no había gracia en el mundo que lograra arrancarle una sonrisa. Tal vez el temor a que el padre cumpliera sus amenazas los llevó a alejarse todo lo posible de un puerto al que llegaban diariamente barcos de todas partes. Anna y Alexander eran checoslovacos moravos, campesinos y analfabetos. Y estaban sumidos en la indigencia más atroz. Pero eran fuertes. Y aún jóvenes. Y de haber sabido qué era el amor y para qué servía, se habrían amado. Y una vez en Argentina, trabajaron en las chacras de sol a sol, sin reparar en horarios ni meses de calor o frío, ahorrando el jornal entero los días pares y gastando un cuarto de jornal los impares y a los tres años de haber llegado tenían ya el dinero suficiente para comprar el terrenito del aljibe en donde construyeron, ladrillo sobre ladrillo y chapa sobre chapa, la casa que pronto sería la única pensión no sólo de Colonia Buen Respiro sino de todos los pueblos adyacentes. Los nativos de la zona, en su mayoría gauchos o hijos o nietos de gauchos, no lograban explicarse cómo habían hecho los extranjeros estos para tener, en tan poco tiempo, más de lo que ellos pudieron juntar desde que nacieron. 
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Moravia, El Aleph Editores, Barcelona, 2012