13 enero 2009

Ojos

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Son míos y son culpables. Porque me permiten observar y sacar conclusiones tantas veces absurdas. Y son míos. Y están ubicados en el mejor sitio posible: desde donde nada se pierden. Ellos tienen la maldita autonomía, la potestad y muchas libertades. Intuyen reniegan deciden avisan. Matan. Me acompañan a cualquier parte: todas las horas de todos los días de todos los meses. Desde siempre. Desde que salí del huevo bondadoso y comencé a caminar la cancha. Barro y lanzadera en la ciudad que transito. Maldita autonomía que no me deja en paz, que se aprovecha de la vigilia para inocularme todas las visiones. Se protegen en invierno (tramposos) de las heladas más horrendas. Se alertan en la oscuridad y nunca se pierden detalle. Se acurrucan cuando mi cuerpo es también tu cuerpo. Viajan en los trenes conmigo, en los aviones, en los coches y en las carretas con las que atravieso sabanas estepas montañas avenidas. Me dijeron tantas cosas desde su apariencia tornasol. Tantas. Las mejores. Las peores. La bombacha olvidada o la corbata olvidada o el banderín olvidado en el fondo de una cajonera. Encontrar por casualidad esas cosas que ellos me señalan como objetos esclarecedores y yo nunca consigo convencerlos de que tal vez sólo sean trapos. Ganan hasta cuando no tienen razón. Matan cuando fijan, perdonan cuando quieren. Avisan deciden reniegan intuyen: mal o bien. Hacen todo pero son míos y son los culpables de que sepa diferenciar tus colores.


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extraído de
Arder en el invierno
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