18 diciembre 2008

Medicinas

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Levanto la vista y observo la caja sobre aquella estantería. Es mi caja y son mis pastillas. En mi decisión. Soy un pastillero ultra dependiente. Me drogo. Soy un drogadicto. Un adicto. Un aniquilado. Soy lo que quiero ser porque dependo de lo que nadie desea: una tormenta cegadora, un teléfono cortado por falta de pago, un cortocircuito. Una necesidad. La necesidad (siempre cara de hereje) de mi adicción. La necesidad de mis propios medicamentos, de mis propias pócimas y de mis propias malas yerbas. La ausencia de recetas, de sol, de fraguas donde fundir las letras del romancero. Calienta el mechero en el corazón de la cucharita. Quema y arde y cura. Quién podría soplar la vela de este fútil entierro. Quién. Me trago las grageas sin partirlas y sin líquido. A pelo seco, trago. Los ojos del infierno son mis ojos: la claridad no existe. Por eso espero paciente el milagro de la sanación: porque es mi caja y son mis píldoras. Y la necesidad es mí necesidad. La llevo conmigo a todas partes para que se acostumbre y nunca se me escurra. Soy un drogadicto necesitado. Un aniquilado en la noche de tormenta. El cortocircuito letal. Pero soy yo y con eso me basta.

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extraído de
Arder en el invierno
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