02 diciembre 2006

Miguel de Molina II

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[segunda parte]
Miguel de Molina se retiró del mundo del espectáculo a los 52 años. Se dice que toda la persecución sufrida o soportada –no sólo en España sino también fuera de la península- fue programada y ejecutada por un solo personaje: un alto funcionario de Asuntos Exteriores de la dictadura franquista; un ministro o similar que Miguel de Molina, paradójicamente, nunca conoció. Se dice que este pérfido personaje –aunque encubierto, claro- también era homosexual, y que los motivos de semejante acoso fueron generados por algo así como celos o amor no correspondido. Desde la óptica actual, tiene gracia y hasta una beta literaria el hecho de que un alto funcionario de Franco haya sido gay.
Tres años antes del retiro definitivo, y como consecuencia de la muerte de su madre, Miguel de Molina regresó a la España del aguilucho en un viaje lleno de premoniciones. Con todo, actuó en Madrid y hasta en las Fallas valencianas. Pero su destino era otro. Y él ya lo sabía.
Después de lo ocurrido en México, Miguel de Molina recibió un ofrecimiento para actuar en Buenos Aires, en cierto festival benéfico organizado por el gobierno peronista. Ya no era la Argentina que lo expulsó. La misma Eva Duarte -vía telefónica- se puso en contacto con él. La decisión de participar –sobre todo de modo benéfico- le iba a cambiar la vida para siempre.
Todos los contratos, soñados o esperados, siempre merecidos, se le vinieron encima como nubes de enhorabuena. En sus cartas enviadas desde Buenos Aires, Miguel supo escribir «Estoy bien. Triunfando y ganando mucha plata a Dios gracias». Desde ese entonces no volvió a cambiar su residencia y falleció el 4 de marzo de 1992 en el bellísimo caserón del barrio porteño de Belgrano (Barrio de Belgrano / caserón de tejas, dice el tango).
Tres meses antes de su muerte, el rey Juan Carlos I le otorgó la Orden de Isabel la Católica en reconocimiento a su trayectoria artística. Miguel de Molina manifestó que desde 1940 a 1992 habían pasado más de cincuenta años, y que era cierto que en España, gracias a la democracia, a su majestad y al pueblo, se logró barrer el fantasma de Caín. Sin embargo, él sentía que esa suerte de reparación -simbolizada en la medallita- le llegaba demasiado tarde. «España tardó cincuenta y dos años en darse cuenta de que habían tronchado la vida de un hombre que hubiera querido crecer artísticamente y desarrollarse en la tierra donde nació, sin ser ingrato con la Argentina que me cobijó».
Estaba a punto de cumplir 85 años cuando se le apagó la vida. Sus restos descansan en el cementerio porteño de la Chacarita.
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