10 diciembre 2006

Morir como un abuelo

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Hoy, sobre las tres menos cuarto de la tarde (hora chilena), murió Pinochet, uno de los personajes más siniestros que América latina tuvo jamás.
Dictador y responsable de la desaparición, tortura y ejecución de más de tres mil personas, enriqueció su patrimonio en cincuenta veces lo que era durante los diecisiete años que duró su gobierno de facto, oscura y tenebrosa nube que tantos chilenos ya no podrán olvidar.
Asumió derrocando (y asesinando) a quien le había dado toda su confianza (una traición de manual, fría y despiadada, saludada por la oligarquía de ese país y manejada sin decoro desde la Embajada norteamericana en Santiago).
Y aunque nos lo temíamos, así ocurrió: murió como un abuelito bueno: cuidado y mimado y hasta llorado por los que una vez le robaron el alma a Chile.
Profunda es la pena que provoca saber que este asesino nunca llegará a ser condenado por los crímenes que perpetró con descaro y bajo la más absoluta impunidad: siempre le allanaron el camino para que pudiera regatear a organismos internacionales, jueces, abogados, víctimas y la siempre tuerta opinión pública.
Esperamos noticias de su inevitable descenso al infierno. A ver cómo le sientan ahora (ante la cola de fantasmas que, si hay un dios, no lo dejarán descansar en paz) aquellas gafas negras, su rictus pendenciero y el bigotín de malevo. La eternidad -cómo decirlo- le quedará corta.
Por lo pronto no sé cómo se las arreglará para dar (ahora sí, por fin) las explicaciones que le debe no sólo a esa parte del pueblo chileno sino a la humanidad entera, aunque de tan claras o espantosas ya no importen.