29 abril 2006

Central do Brasil

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Hay una mujer y un niño.
La mujer fue maestra, ya no: ahora escribe cartas que nunca envía, cartas que le dictan analfabetos en una estación de trenes. Los analfabetos ignoran que ella nunca llevará sus cartas a ningún correo y se las dictan con ilusión. Y pagan. Y la mujer vive de eso: vende ilusiones a un real el folio. Alguna vez fue maestra, después pasó el tiempo. La vida se demora mucho, puede pensar ella de tanto en tanto.
El niño es barullero y tiene mal carácter. No conoce a su padre y pronto se quedará sin madre. De momento, madre e hijo se acercan a la mujer. La madre paga un real y comienza a dictar su carta. Ahora sabemos que la madre quiere contactar con el padre del niño. Por el modo de soltar las palabras podemos intuir también que la madre añora al padre. ¿O añora lo que nunca sucedió?
La mujer de las cartas no es joven y lo sabe. Vive y malvive en las afueras de una ciudad que parece devorarla. No tiene hijos ni marido ni perro que le ladre.
La madre ha muerto en un cruel accidente (debe ser cruel y abrupto): la atropella un autobús. El niño ve la acción, ve el tumulto de gente alrededor del cadáver. Ahora se ha quedado solo.
La mujer, algo piadosa en el fondo, recoge al niño y se lo lleva a su casa. El niño le hace preguntas que la incomodan: la pregunta, por ejemplo, si no tiene ni siquiera un perro que le ladre.
La mujer decide vender al niño. Se compra una tele con ese dinero. Pero le confiesa el hecho a una vecina y la vecina le cuenta barbaridades sobre el destino de esos niños comprados. La mujer suda la gota gorda y termina arrepintiéndose. Va a rescatarlo: lo hace heroicamente.
Ahora no sabe qué hacer con el niño. Nunca tuvo ninguno y ya no es tiempo de tenerlos. Recuerda a la madre queriendo encontrar al padre en una aldea perdida de la mano de Dios. Saca dos billetes y va, junto al niño, en busca de ese padre imaginado.