11 octubre 2014

Santander


Santander
queda grabada


Una multinacional contrata a Luján para escribir un informe sus tiendas a lo largo de Europa, y el escritor fija su atención en Santander. Ahí la constante lluvia no borra una serie de bombas y atentados que marcan la historia de la ciudad. Y también la del autor.

*


A veces tenemos suerte y nos cae del cielo un trabajo maravilloso. Suele ocurrir de sopetón, sin que venga mucho a cuento, sin que lo hayamos, por supuesto, anticipado y sin que hayamos hecho nada más o menos importante para merecerlo. Es como un misterioso obsequio que no entendemos por qué se nos concede.

A veces somos afortunados. A veces todo lo que rodea a un trabajo acaba siendo un regalo. Supongo que eso fue lo que me pasó hace más de diez años. Y sin que haya hecho nada importante para merecerlo apareció, a orillas del Cantábrico, al norte de todo, donde ya no puede seguir el tren que viene de Madrid, la inolvidable Santander: esbelta y única, señorial, adormecida, rica de riqueza y —en ciertos atardeceres— de sabor; impaciente, húmeda, azul, un tanto contemplativa y de vez en cuando brumosa. Nunca tiene frío porque en ninguna época del año lo hace y porque sus habitantes añoran —en secreto— la España de Isabel II, reina que les hizo el faro de Cabo Mayor, y que fue la primera de su estirpe en veranear allí, en la playa del Sardinero.

Para los santanderinos la palabra 'Sardinero' puede significar muchas cosas: playa, estadio, casino, zona o enclave turístico, distrito municipal, centro cultural, colegio público, hotel, palacio de deportes, y algunas cosas más. Los forasteros —me refiero a los recién llegados— deben tener cuidado con esa palabra o caerán en trampas urbanísticas mortales. Para Isabel II, la reina de los tristes destinos, Sardinero solo era una playa cuya arena tal vez pisara en agosto. Para mí, que nací en el barrio de Mataderos y suelo otorgarle al fútbol un lugar privilegiado —por no decir superestructural—, Sardinero era la cancha del Racing. Por mi propio bien, y por el bien de las personas a las que dejé plantadas tras sendas pérdidas callejeras, tardé muy poco tiempo en borrar esa afirmación de mi cabeza.

Duerme, Santander, a los pies de sus montañas, quizás de los Picos de Europa, y no sé qué sería de ella sin su persistente bahía. Y no sé que hubiese sido de mí si en esa bahía no me hubiera cruzado con Los Raqueros, memorables esculturas de niños pobres pero felices que en los tiempos del hambre se tiraban al mar a la caza de monedas. Me contaron la historia in situ, y por un instante pude verlos ahí, casi desnudos, flacos y mojados, lanzándose a las profundidades como si el agua no fuese agua sino la felicidad eterna. Escribí un cuento titulado La noche inminente, donde el protagonista lograba escabullirse de la policía cántabra para quedar con su chica exactamente donde Los Raqueros.

Todos sabemos que la memoria opera como una cárcel, y que en la nitidez de un recuerdo está el germen de su verdadero valor. Pero debo ser sincero con el lector y advertir que toda esta narración es apenas una foto, un fragmento encriptado en el tiempo, un pedacito de algo que sucedió hace más de diez años. Y es, por lo tanto, intocable, de imposible rectificación. Porque ahora ya no está pero cuando yo vivía allí, al otro lado del túnel, en la plaza del ayuntamiento había una estatua ecuestre de Franco. Emulando el galope, asta en vilo, el Generalísimo solía amanecer bañado con pintura magenta o verde fosforito, en ocasiones garabateado con grafitis, y casi siempre que cruzaba el túnel para adentrarme en la ciudad veía a varios operarios fregando los lamparones que satirizaban la imagen del dictador.

Una foto, un fragmento inmodificable. Ahí donde termina el tren que viene de la capital. Ahí mismo sube y sube la Santander que guarda mi memoria. La que se estira por el Paseo de Pereda, elitista, metafórico, con sus fachadas simétricas y sus balcones simétricos y sus cristales encapsulando esas simetrías. La Santander del Embarcadero, la de sus ferrys ingleses que llegan desde Plymouth, la del parking subterráneo que ETA voló por los aires. También la Santander que suda trepando la calle Alta, la que destierra en estrechas veredas a su pequeño Barrio Chino. La que florece en Plaza Porticada. La que sueña, arriba, lejos, en el fin del mundo de tu punta peninsular, donde el Palacio de la Magdalena es el trono y la corona brillante de la ciudad.

Una imagen fragmentada, indeleble. Porque si cierro los ojos vuelvo a caminar desde mi casa hasta El Sardinero, cuando el Racing todavía estaba en primera división y recibía, por lo tanto, al Real Madrid, y la ciudad enloquecía y la gente no sabía muy bien si festejar los goles de uno u otro equipo. Obstinada Santander: veo tus palacetes, tus helados de chocolate, tu lluvia, tus playas que fueron, para mí, camello de roca y sal, de niñas sin la parte de arriba del bikini, algo escondidas de las miradas siempre escandalizadas de tu santísima burguesía.

¿Dije lluvia? Claro: Santander y la lluvia son como los siameses: hermanos inseparables. Porque llueve constantemente, en ocasiones igual que en Buenos Aires, esto es, mucho y con una fuerza descomunal, y parece que el universo fuese a desagotarse en esos minutos. La lluvia es un elemento inherente a esta ciudad, lo lleva en su ADN, en su olor, en sus pibes y en sus viejos y en los planes de Caja Cantabria, que cuando me abrí una cuenta de ahorros —todavía no sé para qué— me regalaron un paraguas. Y son estas las fotos que quiero salvar del ojo tuerto de la memoria. Estos fragmentos congelados en el tiempo, inamovibles. Porque dije lluvia pero no dije fuego, ni bombas: un par de veces incendiada y otra bombardeada —en 1936— por trimotores de la Lufhtwage, que confundieron su objetivo y destrozaron el barrio obrero para confirmar la regla de que en una guerra siempre pierden los mismos.

Dije lluvia, bombas, fuego, pero no les conté que aquel trabajo maravilloso consistía en redactar textos de no-ficción —más o menos simples— para una multinacional. Fue un verdadero regalo mientras duró.

Después volví a Madrid. Después pasaron más de diez años.

No quise regresar nunca más a Santander porque así nada cambiará de espacio en la celda de mi memoria. No sé dónde leí que la mejor decisión es no volver jamás a los sitios en donde alguna vez creímos ser felices. 


Retratos de ciudades: Santander. en Viernes, la revista de La Segunda (Chile)