26 noviembre 2013

"El morse del amor"

de Pequeños pies ingleses, Talentura, Madrid, 2013.
(prólogo a cargo de Carlos Salem)


Decir lo que ya está dicho, lo que no haría falta decir entre dos y por eso es indispensable decirlo otra vez, de otro modo, siempre nuevo. La deliciosa estupidez de los amantes les (nos) lleva a creer que son (somos) los primeros en la Historia en andar masticando mariposas. Ese mensaje, antiguo como el deseo, demanda un lenguaje universal para explicar lo que es particular en cada caso. Un esperanto económico en recursos porque derrocha sentimientos. Un morse del amor, hecho de puntos y rayas que no se borren con las dudas cotidianas. Eso intenta y consigue Marcelo Luján con este libro de breves piezas que vertebran un gran amor, uno de esos que hasta los cínicos diplomados envidiamos.


Las rayas las ponen los dibujos de Aurora López, asombrosamente complejos en su sencillez. Y los puntos, en estas piezas que para mí incurren en una prosa poética de altura, los puntos marcan el sístole y el diástole de una relación agónica, vivificante, dolorosamente feliz. Puntos que Luján coloca con tino incluso donde no deberían ir para los que sólo sienten con el manual en la mano, cuando aquí las pulsiones mandan. Puntos que sincopan, abrevian, apuran el trago para que haya otro trago más, otra siesta salvadora, otra noche inesperada en la que un balcón sea lo mismo que asomarse a una ciudad ajena, donde todo sea posible. 

Las piezas, aparentemente ordenadas según la primera letra de los títulos, marcan en realidad el caos vital de una vida binaria, hecha de ceros y de unos, donde el cero es la amenaza del vacío y el uno el escueto anticipo de un infinito de dos, ese ocho que no por casualidad está acostado.  

Casi sin excepción, comienzan con puntos urgentes y seguidos, se detienen para tomar impulso y saltan hacia el final con la misma premura de mensaje urgente, como eran los telegramas cuando la urgencia existía. 

Subirse fue que te subas y que me dijeras puedo. Siempre.

El corte de frase (o de verso) no responde a un ejercicio de banalidad sino todo lo contrario, al pulso, a la respiración que falta al vivir y al recordar.

Mojados. Estuvimos. Aquella. Noche.

Cuando cada minuto cuenta y cada hora es una vida y cada noche el prodigio de hacerle un corte de mangas a los relojes. Cuando eso ocurre, se vive a mordiscos, a empujones amorosos, la duda y la certeza se adueñan por turnos del mismo discurso, cara y cruz de una moneda que nunca acaba de caer.

La misma división de los textos en presente, pasado y futuro, responde al tiempo impaciente de los amantes, en el que lo que acaba de ocurrir ya fue y lo que está por pasar siempre tiene un signo de pregunta. Y la truculencia es inevitable, porque todo es absoluto y rotundo, todo es todo o nada, sin medias tintas ni excusas.

Decías: morir sólo para poder resucitar. Morirme, decías, sólo para que vos me resucites. Y yo decía lo mismo. Y entonces éramos como dos Lázaros iluminaditos de azul.

Marcelo Luján logra, con Pequeños pies ingleses, lo más difícil: que la poesía narre sin perder el brillo, que el texto vuele con alas hechas de palabras sencillas, de esas que cualquiera podría usar, pero pocos, muy pocos, pueden usar como lo hace él. Eso de incendiar cometas como quien enciende una vela, y  quemarse los dedos al hacerlo, sin quemar el valor del texto, no está al alcance de cualquiera.

El libro que van a leer está vivo. 

Y muerde. 

Quedan advertidos.

Que lo disfruten.