Vivimos en un barrio
de los denominados peligrosos. Un barrio de esos en donde la gente no sale de
noche porque tiene miedo a que le pasen cosas. Después de cenar, no hay un alma
por la calle: ni almas ni coches, ni siquiera ruidos. Ni siquiera ruidos de cosas
malas. A veces se oye la sirena de un patrullero y entonces sabemos que alguna
de esas cosas malas acaba de pasar. Pero a nosotros no nos importa. Después de
cenar, el mundo termina en la puerta de nuestro departamento. Y es ahí donde
quiero llegar: a la puerta de nuestro departamento. Más concretamente a la
mirilla que tiene la puerta.
Vivimos en el quinto.
Los nuevos en el A, nosotros en el B. Tres metros de pasillo separan esta
puerta de aquella. Y todas las noches, aunque no haya un alma en la calle, los
nuevos empiezan a recibir gente. Suben por el ascensor pero también por las
escaleras. Tocan el timbre, esperan unos segundos, la puerta se abre un poco. Y
entran. Todos estos extraños personajes entran en el departamento de los
nuevos. Entran sin decir palabra. A los diez o quince minutos, salen. Siempre
en silencio. Esto sucede después de cenar. Todos los días. Por supuesto veo
cada movimiento pegado a la mirilla. Quieto, casi sin respirar. Ayer vi tocar
el timbre a una mujer joven con un chico de unos seis o siete años. Ver algo
así me alarmó todavía más porque hasta ese momento sólo había visto gente
adulta. Por cierto, el chico también entró en silencio.
No sé si vale este
dato pero los nuevos hicieron la mudanza de noche, cuando en el barrio no hay
ni un alma. Todo muy raro. Mi mujer dice que tengamos cuidado, que podrían ser
una secta brasileña. Qué sé yo. Ah: no venden droga, no. De eso estamos
completamente seguros porque droga vendemos nosotros. Aunque nunca después de
cenar. Vivimos en un barrio muy peligroso. De noche, si te asomás por la
ventana, no ves un alma.
publicado en la sección 'Tengo un vecino que...' del nº6 de la revista Casquivana