02 abril 2012

30 años

Fumaba sentado aquel muchacho de armas tomar. Peleaba junto a un escuadrón de insectos acostumbrados a la derrota: al cero-uno en tiempo de descuento, al minuto fatal que noquea y sobra y obliga. Juntos recuperaban durante el día todo lo que incondicionalmente perdían durante la noche. Cruel la noche. Cruel y perfumada en el cuadrilátero de una isla. No había pócima salvadora. No había mejunje de esos que redimen o calman. No había casi nada. Un poco de hambre y un mucho de niebla. Y un muchísimo de incertidumbre: de no saber qué mal traería la oscuridad de las horas. Y fumaba escondido, el muchacho. Después de cada batalla: a pie de cerro o a orilla de mar. Con el caer y el tronar de una bomba. Con el resplandor. Con el eco del último grito. Con todo eso y los insectos y los zumbidos. En su cajita de lata dormían las píldoras del sueño eterno. La varicela de los nueve años. El retrato de una novia. Quiso olvidar y no pudo. Quiso regresar y no pudo. Quiso abstenerse: rodar volar fumar cantar. Viajar. Y no pudo. Escuadrón de insectos sumergidos en la derrota. Caja maravillosa repleta de píldoras esclarecedoras. Dónde sería posible encontrar el túnel. El hueco, la salida. Dónde va a parar la memoria cuando la noche se hace madrugada. Cuando el perfume y la pólvora. Cuando la sonrisa de una mujer se queda tan pegada al celuloide. Dónde queda el ministerio de defensa. Cuál es la receta para mantener la calma durante el interminable invierno. Fumaba dentro de la cueva, el muchacho. Ausente el remedio, pegajosa la culpa. Mar y cerro recortándose mutuamente. Fumaba y pensaba. Aquel ceniciento de armas tomar. Junto a los insectos. Rodeado de ellos. Sin túnel ni hueco ni salida. Sentado y sabiendo que iba a morir. 

'Medicinas'. Del libro Arder en el invierno