24 mayo 2010

reseñas, La mala espera

Felicísima noticia
por Lorenzo Silva
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Hay premios que son una oportunidad para una novela, pero también hay novelas que son una oportunidad para un premio. Como parte del equipo del festival Getafe Negro, bajo cuyo paraguas se entrega el Premio de Novela Ciudad de Getafe, quisiera creer que para Marcelo Luján concurrir a éste con La mala espera, y ser proclamado ganador, fue esa buena oportunidad que ansiaba y buscaba para su historia. Pero como lector (y también, desde otro punto de vista, como impulsor del festival), he de decir que tener entre las concursantes de la edición de 2009, la primera en la que el premio se especializaba en el género negro, un relato de la fuerza y la altura del que nos ocupa, fue una oportunidad que el premio no podía dejar de aprovechar. Por eso Marcelo Luján resultó vencedor, con el respaldo entusiasta del jurado. Y es que La mala espera es un libro importante por muchas razones, de las que tan sólo aspiro a desgranar aquí una parte, y siempre con ese pudor irrenunciable al que en su día se refería Franz Kafka cuando juzgaba los escritos de su joven amigo Gustav Janouch: el de ser un acusado ante el mismo tribunal cuyo veredicto se le pide que redacte para quien después de todo no es sino un compañero de banquillo. Pero quisiera dejar bien claro, dicho lo anterior, que no me condiciona en nada de lo que voy a decir a renglón seguido la más mínima indulgencia: creo que ésta, si acaso, puede legítimamente mover al silencio piadoso, nunca al pronunciamiento favorable.
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Para empezar, me asiste la clara convicción de que Marcelo Luján adquiere con esta novela, y por derecho propio, un lugar de singular valía en la narrativa contemporánea en español. Y ello, al tiempo que conquista, con su debut, un puesto más que aventajado en el pelotón de la literatura negra del Territorio de La Mancha. Nuestro autor es un americano que se ha venido a Europa, un argentino trasplantado a España, junto con tantos otros latinoamericanos, y que en su obra acierta a abolir ese anchísimo océano que mantiene tan tristemente fracturada la hispanidad en las últimas dos décadas. En las páginas de su novela, no sólo se mezclan las calles del viejo y melancólico Buenos Aires con las del viejo y canalla Madrid, que alimentan por igual las zozobras y sirven de escenario parejo a los sueños y las pesadillas de su protagonista, otro emigrante porteño en la capital del Manzanares. También se mestizan, en gozoso híbrido verbal, los giros y los matices del español de acá y acullá, los argentinismos y los madrileñismos, sin olvidar esas ráfagas de aire del Caribe o de los Andes que sueltan al aire que pintara Velázquez otros personajes que comparecen en la peripecia novelesca. Pecaré en esto de subjetivo (como en todo), pero me parece que esta naturalidad, esta novedad sabrosa que nace de juntar familiaridades diversas, es mucho más digna de atención que esas protestas monjiles que de vez en cuando se le escapan a alguno (y a veces ilustre, tanto de esta orilla como de la otra) sobre si en las traducciones se cuela tal o cual argot local. En la era de Internet, que apenas empieza, y de las migraciones que pulverizan fronteras y distancias (que ídem de lienzo), no podemos ni debemos renunciar a ningún registro de nuestra lengua, y reunirlos para buscar nuevas formas de expresividad, como hace Luján, es una alentadora y felicísima noticia.
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No se sabe demasiado bien si nos hallamos, pues, ante un escritor argentino o español. Porque sí, hay mucho, en el idioma y en la historia, del Río de la Plata; pero la acción principal sucede en Madrid, es el crisol madrileño, de gentes y visiones de la vida, el que posibilita la trama, el misterio y su desenlace. Y es entre otras cosas un vigoroso retrato de ese Madrid nuevo, y apenas mirado por los propios escritores españoles, el que Luján nos desvela con la proximidad y la persuasión de quien es testigo de primera mano. Porque hablamos de una ciudad que ni siquiera muchos madrileños conocen, ni bien ni mal. La que el autor describe, por ejemplo, con este pasaje rudo y memorable: “… un cuarto piso sin ascensor en la zona de Usera. Ahí viví cinco meses. Un caos; el horror; el tercermundismo encubierto que tanto existe por estas urbes aunque gobierno y curia intenten esconder o maquillar y negar. Creo que terminé huyendo a la carrera de los despropósitos que me tocó padecer, ver, sentir, quiero decir oler y hasta saborear cuando estudiantiles vagos y carnavaleros se mezclan con extranjeros pobres y de malas artes, todos muy predispuestos a la bebida, a la cerveza barata que se trepa a la cabeza con tanta facilidad, y entonces la lengua se suelta y lastima y los puños se sueltan y pegan y bardean”.
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Es como puede verse Marcelo Luján dueño de una prosa tan suculenta como original, dos bazas que lo son aún más cuando, como ocurre en su caso, el lenguaje está al servicio, de una historia bien trabada y verosímil, con una intriga perfectamente sostenida y una carga simbólica rica y acabada.
.Destaca en efecto La mala espera por lo convincente que se muestra en su descripción de los ambientes criminales de la España de siglo XXI, tan interesante o tan áspera o tan sórdida, a estos efectos, como cualquier otro escenario del que quiera servirse un escritor de género negro para retratar las paradojas y las miserias de este mundo y este tiempo en el que nos ha tocado vivir. También por la hábil construcción del enigma y su dosificación, hasta desembocar en un final tan potente como perturbador (y además integral, por la manera, sobresaliente, en que utiliza todas las piezas que había desplegado el narrador sobre el tablero). Y en fin, raya a gran altura también La mala espera en el sentido alegórico y universal que acerca de la condición humana y algunos de sus más oscuros avatares adquiere el relato. Un sentido condensado con destreza en ese título que evoca tantas cosas, respecto de los seres a cuyo drama acabamos de asistir, cuando pasamos la última página. Y que el autor viene a resumir en esta fórmula casi demoledora: “Lo de siempre: la esquina en donde se pudren los mejores frutos de la vida”..Lo hasta aquí apuntado basta para justificar que nos encontramos ante una muestra ejemplar del género negro. Que no deja de poner en juego ninguno de los resortes que esta modalidad narrativa ha afinado en sus dos siglos de existencia, y que resulta especialmente afortunada como reflejo de un momento y un lugar peculiares, que pedían a gritos esta mirada nueva, sutil, compasiva y también llena de humor. Como cuando se nos describen, con trazo fino y malicioso, los amoríos del maduro portero español Vicente con la joven, casi adolescente ecuatoriana que trabaja en uno de los pisos de la finca: “…cómo la inmigración, con su cara de hereje, le ha devuelto la vida y el sexo a más de cuatro (…) para hacerle las cosas que nunca pudo hacerle a su esposa, tan devota y colocada y misionera”.
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En suma, puede este cronista equivocarse, pero si está en lo cierto, acaba de desvelársenos un escritor de tomo y lomo. Y ya saben cómo se celebra esto. Simplemente leyéndolo.
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reseña publicada en Letra Internacional, nº106, págs 76-77. Madrid, mayo 2010