30 junio 2006

FIFAdos

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Esta tarde, sobre las ocho menos cuarto, la selección argentina de fútbol se despidió con las manos vacías de un mundial por quinta vez consecutiva. Salir airosos de Berlín no era tarea fácil y luego del empate en los ciento veinte minutos de juego, los anfitriones nos mandaron para casa en una fatídica tanda de penales.
El diario deportivo Olé tituló la eliminación bajo el rótulo “Afuera en la lotería de penales” pero yo no estoy de acuerdo en que un penal (o cinco, para el caso) equivalgan a un cartón de bingo, donde sólo el azar toma cartas en el asunto. La definición por penales no es el sorteo del Servicio Militar ni la Bonoloto de los sábados sino una situación propia de un partido de fútbol. Y en esa instancia Argentina falló. Y ese fallo sí podría equivaler a cualquier otra situación que contemple el reglamento de este deporte al que llamamos fútbol. Penales, saques de esquina, saques de banda, penales, tiros libres directos e indirectos, faltas de amarilla, faltas de roja, marcación en zona, penales: cosas que hacen los jugadores dentro del rectángulo de juego. Alemania nos ganó por penales, Alemania nos ganó. ¿A Blatter se le escapó una sonrisa cuando Lehmann detuvo el tiro de Cambiasso? Eso es otra cuestión.
Desde la tristeza (siempre patriótica-futbolera, nunca deportiva) que emana de esta eliminación, creo que deberíamos empezar a plantearnos qué son en verdad los mundiales organizados por la FIFA.
Antes del partido de Berlín, arengado por la ansiedad y también por la inocente ilusión de una hipotética victoria, mientras revisaba un pequeño archivo que tengo sobre los mundiales, volví a encontrarme una foto inolvidable de Havelange y Videla estrechándose la mano en un gesto inequívoco. ‘La fiesta deportiva sin igual’, decía la canción del ’78.
No recuerdo quién soltó que a partir de Italia’90 las cosas iban a cambiar. La inesperada eliminación del local en tierras napolitanas marcaría un precedente de alarma para esta fiestita lucrativa sin igual. Así, comenzarían a celebrarse mundiales de mentiritas (donde la fiesta está asegurada desde el sorteo de los grupos), intercalados con mundiales un poco más serios que calmen a las fieras de la Vieja Europa. Luego otro de mentiritas y así sucesivamente. Los mundiales de mentiritas deberán ser organizados por países pudientes pero donde el fútbol se vea como una atracción más o menos circense. Intercalado a éstos, decía, mundiales en países también pudientes pero con tanta tradición futbolística que negarles el triunfo deportivo sería una incoherencia. Cuando analizo esto tengo la sensación de estar ante una profecía.
Si los mundiales más o menos serios tienen por objeto coronar al sublime anfitrión por sobre todas las cosas, los mundiales de mentiritas suelen programar finales de manual, es decir Brasil contra cualquiera que aparezca como histórico. ¿Y Argentina? No tengo pruebas tangibles pero sospecho que aquella noche de julio de 1990, en el Olímpico de Roma, en el preciso instante en que Diego le negó la mano al omnipresente (mano que Videla sí extendió doce o trece años antes), Argentina, sin saberlo, se autoexcluyó por mucho tiempo de todos los planes ‘fifescos’ y ahora sólo queda esperar grupos-de-la-muerte, árbitros de buena muñeca, amargas y prontas eliminaciones.
Sí, un mundial es una fiesta, como decía la canción: la fiesta de la empresa privada con mayores ganancias de toda la historia, una fiestita a la que tal vez te inviten si te portás bien y no te vas de boca y prometés aplaudir a rabiar a los seis o siete payasos que tiran firuletes poco creíbles en las publicidades de Nike. Y ni se te ocurra meterte con ellos (eliminarlos en octavos, por ejemplo, o sacarlos a bailar en la fase clasificatoria) porque te convertirás en el enemigo público número uno.
La FIFA es cada vez más previsible y más te vale tener un dirigente silencioso y obediente que se ponga una corbata con los colores de turno. Y callar, siempre.